Con toda probabilidad se ha idealizado en
exceso el papel del cazador humano en épocas pasadas. Para
una mente fantasiosa como la nuestra, resulta mucho más
seductor imaginar a grupos de rudos varones persiguiendo y
dando muerte a impesionantes animales que pensar en
apacibles familias recolectando bayas en los márgenes de un
río o compartiendo cadáveres con otras especies carroñeras.
Deduzco que esta visión literaria de nuestro pasado es un
tributo a nuestra también ancestral prepotencia y al papel
dominante que nos empeñamos en ejercer. De cualquier forma, uno
de los factores más interesantes de dicha fase evolutiva es
averiguar la razón por la cual, abandonado el nomadismo y
convertido en “almacenable” su ganado, continuaron las
comunidades humanas persiguiendo y matando animales. La
respuesta, por fatalista que pueda parecer, hay que buscarla
en esa maldita tendencia genética a agredir a los demás,
incluso en circunstancias objetivamente evitables. Porque ese
viene a ser, creo, el punto crucial del debate teórico sobre
la caza –y la pesca– cuando se practican ambas por estrictas
razones lúdicas.
¿Se trata realmente de actividades
necesarias, tal y como argumentan sus partidarios? Quizá la
cuestión no se presente tan sencilla como aparenta, por lo
que antes de dar una respuesta habrá de consensuarse al
menos qué entendemos por “necesaria”. En un plano
ético –el terreno natural del animalismo–, solo se
percibe estrictamente ineludible aquello que exigen nuestras
necesidades primarias básicas y que no puede obtenerse por
otra vía. Y no es este el caso de la caza y la pesca tal y
como aquí las entendemos. No en vano, cabe recordar que
noventa y ocho de cada cien españoles carecen de una licencia
que les permita matar animales por diversión, lo que induce a
pensar que pueden sublimarse de hecho ciertas formas de
violencia unilateral sin mayores contratiempos.
La verdad es que no existe un solo
argumento coherente que justifique ese crimen execrable al
que eufemísticamente denominan arte cinegético.
Expresiones como “gestión del medio natural” o
“aprovechamiento de los recursos” apenas consiguen maquillar
lo que en realidad es una masacre perpetrada por pistoleros
con licencia para matar. El lenguaje
tecnicista y engolado de sus ideólogos se queda en torpe
ejercicio cosmético, con el innoble fin de enmascarar un
comportamiento que en realidad se presenta como una dramática
mezcla de arrogancia, egoísmo y desprecio hacia el sufrimiento
ajeno. Sería desde luego más honesto por su parte legitimar
tales agresiones desde una posición antropocéntrica (¡somos
los amos del mundo!; ¿qué pasa?) que exponer argumentos
propagandísticos con los que distraer la conciencia de la
opinión pública.
La caza y la pesca lúdicas (hay quien
califica a ambas de “deportivas”) violan los derechos más
elementales de seres sensibles, en particular los
concernientes a la vida y a la integridad tanto física como
emocional.
Así, en cada temporada se cuentan por cientos de millones los
peces, las aves y los mamíferos perseguidos sin piedad,
tiroteados, muertos por asfixia en el caso de los primeros.
Hablamos de sujetos cuyo único “error” fue nacer perdiz en
lugar de águila imperial, conejo en vez de lince ibérico, o
vulgar trucha y no grácil delfín. La caza y la pesca destruyen
familias (muchos animales forman parejas estables de por vida,
y para ellos la pérdida de su partenaire constituye
una auténtica tragedia). Muchos agonizarán en los ribazos,
desangrándose hasta morir por estrés, gangrena o inanición. Y
todo debidamente autorizado por la administración, con la
inestimable labor aduladora de ciertos periodistas y la
trágica pasividad de buena parte de la opinión pública.
En
una sociedad éticamente decente, los responsables de esta
matanza serían detenidos, llevados ante un juez y condenados
por agresión gratuita (¿apología del `terrorismo cinegético´
en el caso de los mass media?). Pero la
comunidad humana actual ve a los animales como meros recursos,
susceptibles por tanto de ser explotados y masacrados por
simple capricho.
También en el tema que nos ocupa
percibimos indeseables efectos colaterales, y no me
refiero a cuestiones [de peso] como el plumbismo o la
contaminación acústica, sino a los “otros animales” que
sucumben a esta deleznable práctica. Animales por igual
dotados de intereses (para cada cual los suyos son los más
importantes), individuos usados como simples instrumentos,
hablo de perros, de hurones, de aves rapaces, de reclamos
vivos… Sin olvidar a aquellos que son ensartados sin el menor
miramiento en el anzuelo (lombrices e insectos) mientras quien
los manipula pone exquisito cuidado en no pincharse el dedito
(¡pupa!). Estos “utensilios” son tratados con una
brutalidad chapucera, intercambiados y sustituidos una vez
tras otra cuando no responden a las expectativas creadas. Todo
ello conforma un escenario de muy difícil defensa… salvo que
sus promotores se muestren incapaces para la empatía
metahumana.
Otra cuestión. Quienes afirman que
actividades como la caza y la pesca lúdica resultan
imprescindibles para el equilibrio ecológico no han
explicado todavía cómo se las arreglaba el planeta antes de
aparecer sobre su faz los domingueros de caña y escopeta.
Resulta sorprendente –o quizá no tanto– que dicho argumento,
en extremo simplista, siga siendo la piedra angular de su
discurso. La verdad se muestra mucho más prosaica: todo aquel
que decide practicar tales actividades lo hace porque le da la
gana y porque le gusta. No hay mucho más. Estamos ante una más
entre las muchas ofertas de la “sociedad del entretenimiento”
(¡aun en plena crisis!). Tratar de buscar en ello razones
conservacionistas o equilibradoras es tan patético como
absurdo.
Si
de verdad queremos merecer el pomposo título de “racionales”,
deberíamos oponernos a la versión lúdica de la caza y la pesca
con similar vehemencia que condenamos otros fenómenos de
violencia gratuita y unilateral, cuales son los de naturaleza
ideológica o de género. No podemos olvidar en ningún
momento el espíritu que mueve a toda postura solidaria: la lucha
por la justicia y, en lógica consecuencia, su inequívoca condena
de todo padecimiento gratuito.