sábado, 4 de octubre de 2014

LA CAZA


Con toda probabilidad se ha idealizado en exceso el papel del cazador humano en épocas pasadas. Para una mente fantasiosa como la nuestra, resulta mucho más seductor imaginar a grupos de rudos varones persiguiendo y dando muerte a impesionantes animales que pensar en apacibles familias recolectando bayas en los márgenes de un río o compartiendo cadáveres con otras especies carroñeras. Deduzco que esta visión literaria de nuestro pasado es un tributo a nuestra también ancestral prepotencia y al papel dominante que nos empeñamos en ejercer. De cualquier forma, uno de los factores más interesantes de dicha fase evolutiva es averiguar la razón por la cual, abandonado el nomadismo y convertido en “almacenable” su ganado, continuaron las comunidades humanas persiguiendo y matando animales. La respuesta, por fatalista que pueda parecer, hay que buscarla en esa maldita tendencia genética a agredir a los demás, incluso en circunstancias objetivamente evitables. Porque ese viene a ser, creo, el punto crucial del debate teórico sobre la caza –y la pesca– cuando se practican ambas por estrictas razones lúdicas. 

¿Se trata realmente de actividades necesarias, tal y como argumentan sus partidarios? Quizá la cuestión no se presente tan sencilla como aparenta, por lo que antes de dar una respuesta habrá de consensuarse al menos qué entendemos por “necesaria”. En un plano ético –el terreno natural del animalismo–, solo se percibe estrictamente ineludible aquello que exigen nuestras necesidades primarias básicas y que no puede obtenerse por otra vía. Y no es este el caso de la caza y la pesca tal y como aquí las entendemos. No en vano, cabe recordar que noventa y ocho de cada cien españoles carecen de una licencia que les permita matar animales por diversión, lo que induce a pensar que pueden sublimarse de hecho ciertas formas de violencia unilateral sin mayores contratiempos.

La verdad es que no existe un solo argumento coherente que justifique ese crimen execrable al que eufemísticamente denominan arte cinegético. Expresiones como “gestión del medio natural” o “aprovechamiento de los recursos” apenas consiguen maquillar lo que en realidad es una masacre perpetrada por pistoleros con licencia para matar. El lenguaje tecnicista y engolado de sus ideólogos se queda en torpe ejercicio cosmético, con el innoble fin de enmascarar un comportamiento que en realidad se presenta como una dramática mezcla de arrogancia, egoísmo y desprecio hacia el sufrimiento ajeno. Sería desde luego más honesto por su parte legitimar tales agresiones desde una posición antropocéntrica (¡somos los amos del mundo!; ¿qué pasa?) que exponer argumentos propagandísticos con los que distraer la conciencia de la opinión pública.

La caza y la pesca lúdicas (hay quien califica a ambas de “deportivas”) violan los derechos más elementales de seres sensibles, en particular los concernientes a la vida y a la integridad tanto física como emocional. Así, en cada temporada se cuentan por cientos de millones los peces, las aves y los mamíferos perseguidos sin piedad, tiroteados, muertos por asfixia en el caso de los primeros. Hablamos de sujetos cuyo único “error” fue nacer perdiz en lugar de águila imperial, conejo en vez de lince ibérico, o vulgar trucha y no grácil delfín. La caza y la pesca destruyen familias (muchos animales forman parejas estables de por vida, y para ellos la pérdida de su partenaire constituye una auténtica tragedia). Muchos agonizarán en los ribazos, desangrándose hasta morir por estrés, gangrena o inanición. Y todo debidamente autorizado por la administración, con la inestimable labor aduladora de ciertos periodistas y la trágica pasividad de buena parte de la opinión pública.  

En una sociedad éticamente decente, los responsables de esta matanza serían detenidos, llevados ante un juez y condenados por agresión gratuita (¿apología del `terrorismo cinegético´ en el caso de los mass media?). Pero la comunidad humana actual ve a los animales como meros recursos, susceptibles por tanto de ser explotados y masacrados por simple capricho.

 También en el tema que nos ocupa percibimos indeseables efectos colaterales, y no me refiero a cuestiones [de peso] como el plumbismo o la contaminación acústica, sino a los “otros animales” que sucumben a esta deleznable práctica. Animales por igual dotados de intereses (para cada cual los suyos son los más importantes), individuos usados como simples instrumentos, hablo de perros, de hurones, de aves rapaces, de reclamos vivos… Sin olvidar a aquellos que son ensartados sin el menor miramiento en el anzuelo (lombrices e insectos) mientras quien los manipula pone exquisito cuidado en no pincharse el dedito (¡pupa!). Estos “utensilios” son tratados con una brutalidad chapucera, intercambiados y sustituidos una vez tras otra cuando no responden a las expectativas creadas. Todo ello conforma un escenario de muy difícil defensa… salvo que sus promotores se muestren incapaces para la empatía metahumana

Otra cuestión. Quienes afirman que actividades como la caza y la pesca lúdica resultan imprescindibles para el equilibrio ecológico no han explicado todavía cómo se las arreglaba el planeta antes de aparecer sobre su faz los domingueros de caña y escopeta. Resulta sorprendente –o quizá no tanto– que dicho argumento, en extremo simplista, siga siendo la piedra angular de su discurso. La verdad se muestra mucho más prosaica: todo aquel que decide practicar tales actividades lo hace porque le da la gana y porque le gusta. No hay mucho más. Estamos ante una más entre las muchas ofertas de la “sociedad del entretenimiento” (¡aun en plena crisis!). Tratar de buscar en ello razones conservacionistas o equilibradoras es tan patético como absurdo.

Si de verdad queremos merecer el pomposo título de “racionales”, deberíamos oponernos a la versión lúdica de la caza y la pesca con similar vehemencia que condenamos otros fenómenos de violencia gratuita y unilateral, cuales son los de naturaleza ideológica o de género. No podemos olvidar en ningún momento el espíritu que mueve a toda postura solidaria: la lucha por la justicia y, en lógica consecuencia, su inequívoca condena de todo padecimiento gratuito.

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